La cineasta salteña Lucrecia Martel ha sabido construir una filmografía radical, implacable, con apenas tres largometrajes. A partir de La ciénaga (2001) fue posible percibir elementos de estilo que se repetirían en La niña santa y –ahora- en La mujer sin cabeza. La incomunicación, el concepto de “banalidad del mal”, los climas opresivos, la discriminación (jamás tratada de manera demasiado gráfica), el desconcierto ante lo incomprensible que aparece como cotidiano, son algunos de los temas que aparecen en su cine. Si agregamos que estas temáticas jamás se separan de lo formal (el trabajo con la banda de sonido la ubican en la cima del cine actual) podemos afirmar que estamos en presencia de una artesana del séptimo arte.
La mujer sin cabeza es una nueva apuesta radical de la realizadora. La historia puede pensarse como una estructura de resonancias, con el epicentro puesto en un hecho que acontece en la vida de Vero (sutil interpretación de María Onetto), una odontóloga perteneciente a la burguesía salteña, esa que Martel ha sabido retratar en sus dos películas anteriores, a veces de manera levemente paródica. Un día esta mujer atropella a “algo” en la ruta. Al ver hacia atrás hay un perro muerto, pero Vero supone que pudo haber atropellado a un ser humano.
Este hecho traumático le sirve a Martel para indagar en la mente de Vero, sobre todo en la forma en la que su mundo cotidiano deviene extraño. Vero no se recompondrá de ese accidente, sintiéndose rara en un contexto que –en apariencias- debiera resultarle normal.
La percepción de la mujer aparece en el film distorsionada. No podrá reconocer su propio material de trabajo, y su rostro parecerá sorprendido ante cada solicitud, ya sea de su esposo, de su hermana, o de todos aquellos que conforman su círculo íntimo. Cada hecho que la involucre, por mínimo que sea, será ante sus ojos una novedad. Bajo esta perspectiva, el orden de lo ordinario se convierte en extraordinario, como si Martel le ofreciera a su criatura una lupa lo suficientemente potente para desnudar miserias, afectos, sentimientos, injusticias veladas.
La estructura de la película escapa a lo que identificamos como “trama”. Tampoco el relato opera de forma fragmentaria. Resulta válido apelar a la definición de lo anecdótico, una categoría que no se resiente ante la idea de totalidad. Toda La mujer sin cabeza entrega líneas de sentido que se superponen, se amplifican escena a escena y obligan al espectador a imaginar frases que no se han dicho pero que están latentes, escenas que están fuera de campo pero que podrán imaginarse. De esta forma, nada queda librado al azar –en tal caso- el azar aparece –paradójicamente- como una construcción adrede.
La maestría visual está presente en cada plano. Es difícil no encontrar en cada secuencia una justificación dramática, un hecho formal que se integre a la totalidad del film. El abordaje del elemento siniestro (aquello familiar que debe permanecer oculto pero que salta a la luz) jamás apela a ningún tipo de psicologismo. Por el contrario, la visión del film se centra en la capacidad de indagar en lo que se nos muestra, en los datos intersticiales que permiten asignarle sentido a lo que conocemos, a la manera en la que lo cultural se funde en lo íntimo y viceversa. Tarea ardua, de allí que el cine de Martel sea tan resentido por algunos sectores de la crítica y el público. No podemos más que celebrar tal osadía.
Ezequiel Obregón
TITULO ORIGINAL: La mujer sin cabeza.
DIRECTORA: Lucrecia Martel.
GUIÓN: Lucrecia Martel.
INTERPRETES: María Onetto, Claudia Cantero, Inés Efrón, Daniel Genoud, César Bordon, María Vaner y Guillermo Arengo.
DURACIÓN: 87 minutos.